
La fuerza de la costumbre, aunque no sea una de las cuatro fuerzas fundamentales de la naturaleza ni tampoco sea una de esas otras fuerzas a las que me referí en el post anterior (la de la voluntad, la de la razón y la del amor) está presente en mi vida. Es una fuerza muy potente y, si te descuidas, puede llegar a convertirse en la fuerza tranquilizadora, puede llegar a ser un sedante que va a conseguir que actúes siempre de manera previsible, que pienses lo que piensa la mayoría, que compres lo que te manden comprar y que valores cosas que no estaban en el catálogo inicial de tu vida. La costumbre, además de ser algo personal, algo que afecta al pensamiento y al comportamiento individual, también tiene un componente social aplastante y se convierte en la vara de medir de tu comportamiento frente al comportamiento de los que te rodean. La costumbre es una cárcel, una cárcel que puede llegar a ser muy chula, pero una cárcel.
Respuestas como: -esto se ha hecho así siempre; -aquí son típicos estos platos de barro; -normalmente cerramos a la hora de la siesta; -tomamos la fruta antes de comer… son cosas que oímos recurrentemente según la parte del mundo por la que pasemos. Da la impresión de que las costumbres son el ancla que las sociedades echan al mar de la vida para no moverse más. Para no moverse más. Cada sociedad encuentra su manera de ser, de estar y de parecer, y de ahí no se mueve. Y tanto es así que la propia costumbre, la enorme fuerza de la costumbre, llega a convertirse en una de las fuentes del derecho y de la ley, por lo que no es recomendable enfrentarse “seriamente” a ese conjunto de actos, prácticas o comportamientos que una sociedad asume para desarrollar su vida en común.
Y ahí vienen los problemas, porque si se te ocurre desafiar las costumbres corres el riesgo de ser señalado y de ser apartado, y de ser considerado un extraño porque no haces lo mismo que hacen los demás: dormir hasta tal hora, desayunar a continuación, ir a trabajar, comer, volver a trabajar, ir al bar, cenar en casa y meterte en la cama a seguir pensando a dónde mandarías a tu jefe si te tocase la lotería que tienes guardada en el bolsillo trasero del pantalón.
Vamos a imaginar que se te ocurre levantarte a las cinco de la mañana, sí, a las cinco de la mañana, y que quieres desayunar, pero no quieres desayunar en casa sino que quieres desayunar en Puebla de la Sierra. Se te pone desayunar en ese pueblo encajonado en la sierra del Rincón en el que hace quince grados un 21 de julio. Este acto de salir de casa en moto a las siete, estando de vacaciones, para acudir a una cita en El Cruce con otro rebelde, no puede entenderse sino como un desafío a lo socialmente establecido como costumbre.
Vamos a imaginar que los dos protagonistas de esta historia van rodando por la carretera que lleva a Torrelaguna, y van rodando a setenta kilómetros por hora, o a ochenta. Claro, es que eso no es normal porque las motos van a trescientos. Lo que esperamos de las motos es que vayan a toda velocidad, que no respeten las señales y que vuelen sobre el asfalto, porque los moteros son malos, que siempre lo han sido.
Vamos a imaginar que los dos protagonistas de esta historia están subiendo desde Torrelaguna hacia la base de El Atazar pero no ponen rumbo hacia ese embalse sino que siguen hacia adelante. -Pero bueno, si las motos siempre van a El Atazar… En este caso, las dos motos van hacia otro embalse, el de El Villar, porque se quieren doblar a la derecha en Robledillo de la Jara y llegarse hasta el Mirador del Mallorquín a… a mirar. A mirar. A mirar a las nueve de la mañana el infinito mundo que les han puesto a los pies. A mirar el aire y el espacio, a mirar la pizarra y los pinos, a mirar el fresco, a mirar para adentro otra vez.
Vamos a imaginar que ambos moteros se llegan a la plaza de Puebla de la Sierra, que les atienden bien, que se desayunan suficientemente y que se suben el Puerto de la Puebla, y que desde ahí arriba miran al norte y al sur, y no pueden concluir cuál vista es más hermosa que la otra. Por una parte, el mundo plano y, por la otra, el mundo montañoso. Por una parte el mundo previsible y por la otra, el imprevisible.
Vamos a imaginar que nuestros protagonistas ya se vuelven. Han pasado por Prádena del Rincón y por Puentes Viejas, y la Duna y la Marifácil ponen morros a casa. No es hora de volver, que se cruzan con un montón de motos de colores, con motos de esas que van a trescientos, que se les ve recién peinados porque esa es la hora de salir y no la de volver.
La costumbre. La costumbre nos determina cuándo salir y cuando volver. Nos determina lo que vemos y nos facilita juzgar -juzgar permanentemente- el comportamiento de los demás, que para el nuestro no tenemos tiempo. Lo cierto es que cuando sales de la costumbre descubres tu verdadero tamaño, empiezas a encontrar el volumen real de lo que eres, aprecias todo eso que te tienen vedado en la ciudad, en tus noventa metros cuadrados, intuyes que hay todo un mundo que te estás perdiendo, descubres que no eres lo que crees que eres.
Amigo motero: ¡abre la ventana! Sal de ahí, ensánchate a modo, vete a cualquier sitio, comprueba tu volumen, sé consciente de tu verdadero ser y de tu verdadera verdad, rebélate -no sé si antes hay que belarse-, contra tu herencia social y sé contracultural. Desobedece, sonríete, muérete de frío, pasa miedo, mira de frente a la inquietud y pisa la cabeza de la incertidumbre e hínchate de aire, hínchate de amigos, hínchate de amor y agradece al Dios de los que hacen cosas diferentes la oportunidad de ser lo que eres.
Gabinete Caligari:
“Si por costumbre amé, por costumbre olvidé. El amor y el olvido carecen de sentido. Desde pequeño acostumbré a nunca preguntar por qué, despreciando los premios tanto como el castigo. Si buscas en mí algo excepcional te voy a desilusionar: no esperes nada nuevo de un hombre de costumbres.
Si por costumbre amé por costumbre olvidé. La fuerza de la costumbre es mi guía y mi lumbre. Sin norte ni mitos que seguir, al capricho del azar crecí como las hojas secas que el viento esparce por ahí. Y si un día vuelves a llamar, te vas a desilusionar: vivo con la costumbre de no quererte nunca más. La fuerza de la costumbre es mi guía y mi lumbre.”


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