Tenía puesto el foco en Uceda. Ayer mismo fui en coche a este pueblo porque tenía que llevar a mi hija Marta a aquellas fiestas. La carretera no es la misma en coche que en moto. En coche, la carretera no deja de ser un trámite, pero en moto la carretera es un fin, un fin que no tiene fin, que no acaba en ninguna parte ni comienza en ninguna otra porque da igual ir que venir, llegar o salir. La carretera es el medio en el que la moto se desenvuelve a golpe de embrague. Cada curva, cada recta, cara revuelta, se convierte en una escena que se engarza con el argumento de ese día.
En Uceda está la iglesia de Santa María de la Varga. Alguien me había hablado sobre ella y no la conocía. Mira que Uceda está cerca, cerquísima. Mira que he pasado veces por ahí, muchísimas. Mira que veo el perfil del pueblo cada vez que ando por ahí. Pues me he vuelto a sorprender. Me he sorprendido al encontrarme con una iglesia cisterciense de la primera mitad del siglo XIII reconvertida a cementerio. Sigo convencido que el segundo uso que se le da a los edificios les salva de la ruina.
La iglesia tiene tres ábsides semicirculares y dos portadas con arquivoltas. Solo conserva la cubierta de esta parte ya que el resto está desaparecido. En su interior se levantan, silenciosas, las últimas moradas de aquellos que habitaron este precioso lugar.
Está situada al borde de la meseta de la Enebrada, por lo que las vistas que tiene son impresionantes. En primer término Torremocha, y en último, el Monte Viudo (el Cerro de San Pedro), amén de Torrelaguna, Patones y el resto de la sierra al fondo. Eso allá en lontananza, pero aquí abajo, donde pones los pies, hay que tener cuidado. Hay que andarse con ojo porque el muro occidental y el muro norte tapan la vista del pueblo y, por lo que parece, es el sitio idóneo para que algunos humanos realicen determinados actos biológicos.
Es curiosa la vida. Coges la moto, te vas de paseo, te encuentras una joya románica del siglo XIII y te vuelves a casa tras tontear con el Jarama y con el sol de la mañana.
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