Las verdaderas fuerzas de la naturaleza

Los pies ardiendo es lo que se me pone cuando paso por una frontera. Los pies ardiendo es lo que se me pone cuando hago un viaje, cuando monto en un barco, cuando monto en un avión o cuando monto en la moto. Los pies ardiendo son el primer síntoma que el cuerpo muestra cuando se entera de que tienes la intención de hacer algo que, aunque recurrente, nunca deja de ser extraordinario.

En el caso del paso de la frontera, he intentado objetivar por qué me pongo nervioso, o por qué tengo miedo, o por qué me causa inquietud, o por qué me desconcierta o por qué me genera inseguridad. Pasar por una frontera es cambiar de país. En realidad, el país, el paisaje, la veduta no cambia, o al menos no cambia de inmediato. Lo que pasa es que sabes que en unos pocos kilómetros serás dejado de entender.

Si vives en Madrid y te vas a Burgos tienes un montón de seguridades que sabes que van a funcionar, como la seguridad de que, por ejemplo, el lenguaje funcionará. Funcionarán la palabra y los gestos, y funcionarán los iconos sociales, los asfaltos, las señales, la moneda. Pero si te vas a Tetuán -y eso que Tetuán tiene una buena historia de posesión española de cuarenta y tantos años- percibes que los códigos entre los que vives no van a ser los mismos y que no van a funcionar.

Esa percepción de que los códigos van a ser diferentes la obtienes en la frontera, nada más ver a los guardias con el uniforme mal entallado, con el bocadillo en la mano, con la gorra llena de mierda, con el destornillador oxidado y con los pies sobre la pantalla mientras termina de sestear al inicio de su turno. Yo nunca he visto a un policía español de frontera con el uniforme mal entallado, con el bocadillo en la mano, con la gorra llena de mierda, con un destornillador oxidado o con los pies sobre una pantalla mientras termina de sestear al inicio de su turno.

Yo estoy acostumbrado a compartir sentido común con la gente que me rodea. Bueno, es cierto que ese compartir nunca es del cien por cien, pero todos sabemos que no hay que tirar papeles al suelo, que si hay un coche que viene por la derecha tiene preferencia o que si sacas menos de un cinco te van a suspender la asignatura. Compartimos, en general, un montón de elementos que, una vez que llegas a la frontera, se disuelven en el agua de la incertidumbre porque el tipo del uniforme mal entallado, del bocadillo en la mano, de la gorra llena de mierda, del destornillador oxidado y de los pies sobre la pantalla mientras termina de sestear no participa de tu cultura. Y ahí viene el problema de los pies ardiendo: el cuerpo sabe que vas a tratar, que vas a enfrentarte a una situación en la que alguien te va a tratar como sospechoso y no como inocente, que te va a preguntar, que te va a exigir, que quiere comprobar repetidas veces que la maleta de la moto está vacía, que el permiso de circulación es válido y que el pasaporte es el tuyo. No importa que dejes las maletas abiertas, vacías y abiertas, que el tipo las va a mirar varias veces, no vaya a ser.

Cuando ves que se pone en cuestión el sentido común te inquietas, porque si tratas con personas que dudan de la realidad que ellos mismos ven con sus ojos, con sus destornilladores, con sus perros y con sus pantallas, entonces sabes que de nada te sirve tener todo en regla y comprendes que, en ese momento, estás entregado a su voluntad. Si dice que sí, pasas, y si dice que no, no pasas.

Para pasar una frontera necesitas, amigo motero, de una de las fuerzas más potentes que existen: la fuerza de la voluntad. Para pasar una frontera hay que querer -con mayúsculas- someterse a ese momento en el que tu cultura se convierte en arena movediza, ese momento en el que tu cultura pasa a ser offroad, porque sepas que el premio está detrás de las vallas, donde te espera la amabilidad de la gente. 

La fuerza de la voluntad es, en sí misma, más fuerte que cualquiera de esas que llaman fuerzas fundamentales, que son aquellas que no se pueden explicar en función de otras más básicas. Dicen que esas fuerzas o interacciones fundamentales son cuatro: la fuerza gravitatoria, que origina la fuerza que experimenta un cuerpo físico en las cercanías de un objeto astronómico; la fuerza electromagnética, que describe la interacción de partículas cargadas con campos eléctricos y magnéticos; la fuerza nuclear fuerte, que explica las fuerzas entre las partículas; y la fuerza nuclear débil, que es la responsable de la desintegración de esas partículas. Estas fuerzas están prescritas por científicos de gafas gordas y bolígrafos en el bolsillo de la camisa, pero es la fuerza de la voluntad la que realmente mueve el mundo, porque el mundo no se mueve ni por las fuerzas astronómicas, ni por los campos eléctricos ni por las partículas que se desintegran, porque es la de la voluntad la fuerza que nos mueve.

Pero ojo, amigo motero, tu fuerza de voluntad, la que te hace salir a tomar café a doscientos kilómetros, la que te hace pasar un calor infernal en verano y un frío indecente en invierno, la que te hace cruzar fronteras incomprensibles, esa fuerza de voluntad, digo, mira cara a cara a las otras dos grandes fuerzas que sí que gobiernan el mundo: la fuerza de la razón y la fuerza del amor. La voluntad, la razón y el amor son las verdaderas fuerzas de la naturaleza. 

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