El peor enemigo del motero

El peor enemigo del motero no son ni el viento ni las rachas, y eso que el efecto del viento, cuando es constante, se puede llegar a controlar. Eso sí, cuando la dirección de la ruta cambia, tienes que volver a ajustar el asunto porque ahora te empuja justo por el otro lado, pero bueno, te puedes manejar. Te puedes manejar cuando sopla a menos de veinte kilómetros por hora porque, cuando supera esa velocidad, el viento te toma por tonto y hace contigo lo que quiere y te convierte en un pelele. Da igual el ancho o el estrecho de la calzada. Da igual que el paisaje sea precioso o no. Te conviertes en un juguete en el paso del Parque Natural de los Alcornocales a la Serranía de Ronda. Y si ese viento constante deja de serlo y empieza a toser, y convierte su fuerza constante en rachas, entonces es cuando la inquietud se convierte en peligro porque, de buenas a primeras, algo te empuja irremediablemente hacia el carril contrario o hacia el precipicio que hay justo antes de la Cañada Honda.

El peor enemigo del motero no es la lluvia, sobre todo esa primera lluvia que te cae pasado Gaucín, que cae sobre el asfalto y que se mezcla con el polvo y la arena y la resina y el aceite de los coches, y forma una especie de sustancia ideal para patinar. Esa primera lluvia, que fabrica esa sustancia, se va viendo sustituida por la segunda lluvia, que es la que limpia la carretera, y la limpia aunque caiga en forma de casi granizo, que justo acababa yo de dar la vuelta, y me pilló en Benadalid. El agua en el asfalto, en los guantes, en los pantalones. El agua golpeando el casco no comunica nada bueno para la ruta. El agua a doce grados no comunica nada bueno. Nada.

El peor enemigo del motero no es el paisaje. El Mirador de los Castañares, el castillo de Castellar de la Frontera o su primo el castillo de Jimena, el Mirador del Asalto del cura o el puertecito justo antes del Ventorro del Herrero ya están, digo, preparados para no distraerse, porque paras y ya está. El problema es que el resto de la carretera A-405, que luego se llama A-369, es especialmente hermosa y no se puede conducir sin mirar a todas partes porque de valle en valle, de vertiente en vertiente, de alcornoque en alcornoque, de quejigo en quejigo, de encina o pino a encina o pino se te va la vida y el tiempo.

El peor enemigo del motero no es la prisa. Ir con prisa contraproduce la esencia de la ruta. No debiéramos ponernos hora de vuelta, no debiéramos tener billetes de vuelta con la hora marcada porque, cuando sales de ruta, tienes que dejar la puerta abierta del todo porque al campo no se le pueden poner puertas, porque cuando sales de ruta es para no volver.

El peor enemigo del motero no es ninguno de estos elementos que he citado hasta ahora. El peor enemigo de los moteros tampoco es un padre de familia que viene adelantando en prohibido en la A-405 cerca de Marchenilla. El peor enemigo del motero es un señor de unos cuarenta y cinco años que tiene mujer y dos hijos, que va bien vestido porque acude a una celebración que hay más adelante, en una venta cerca de Los Ángeles, que salió de Algeciras a la una, que dejó su casa ordenada y limpia, que se aseguró de que los niños recogieran su habitación. Su mujer dejó comprado el pan por si vuelven a cenar a casa. Ese hombre de coche limpio y cuidado trabaja en una clínica veterinaria o en un banco o en una gestoría o en una compañía de seguros, y paga su IRPF como un campeón y es del Real Madrid. Va a misa casi todos los domingos y acude puntualmente a la reunión de vecinos de su urbanización. Ese señor solo ha hecho una tontería al volante en toda su vida, y esa tontería la hizo ayer cuando, por la A-405, decidió ponerse a adelantar en prohibido bajo una manta de agua. Hacía así con la mano como lamentándose y disculpándose, y lo hacía mientras invadía mi carril, lo hacía mientras yo buscaba el pespunte de la raya blanca que no podía traspasar porque el arcén estaba lleno de mierda, de esa mierda resbalosa que queda sobre el asfalto con la lluvia y que se mezcla con el polvo y la arena y la resina y el aceite de los coches, y forma esa especie de sustancia ideal para patinar.

No voy a cargar las tintas -las teclas- contra ese señor ejemplar que hacía así con la mano como lamentándose y disculpándose mientras invadía mi carril. Lo cierto es que esa situación me suscitó una cuestión de las importantes: si todos hacemos alguna tontería, alguna cosa indebida, o dos, o tres, o las que sean, ¿nos vamos a juzgar y a sentenciar? El hecho de que yo, hoy domingo, pudiera estar en un hospital o en el depósito de cadáveres, ¿no tiene que inquietarme? ¿Hasta dónde tenemos que llegar a perdonar? ¿Hasta qué cantidad de daño podemos llegar a perdonarnos? ¿Lo medimos?

El peor enemigo del motero no es, amigo lector, ni el viento ni las rachas ni la lluvia ni el paisaje ni la prisa ni el hombre ejemplar. El peor enemigo del motero es la falta de capacidad de perdonar nuestros comportamientos en las situaciones difíciles. El peor enemigo es ese, y por eso creo que lo mejor es dejar que salga de cada uno de nosotros, con una buena lluvia intencionada, ese barro que se forma pasado Gaucín, que forma el agua que cae sobre el asfalto y que se mezcla con el polvo y la arena y la resina y el aceite de los coches, y forma una especie de sustancia ideal para patinar.

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